Fue un jueves

Mirada verde, profunda, bañada de sabiduría y misterio, pelo azabache, sedoso, como si por él no hubiese pasado el tiempo, casi siempre dormía en el sofá de mi casa, excepto cuando salía de ella a escondidas, sin que yo lo viera y volvía cuando la sensación de vacío, y no la comida, llenaban su estomago.
¡Claro! Él siempre hacía lo que le venía en gana, pero cuando no estaba ¡lo echaba tanto de menos!
Adoraba aquel enredar de mis dedos en su pelo y el ruido característico que hacía cuando se quedaba traspuesto a mi lado, era mi gato, quizá no siempre lo fue, pero en una de sus vidas, si lo estaba siendo.
Fue un jueves, yo estaba en la cocina, intentando abrir una de esas latas de conserva que siempre se resisten a que descubran su interior, ¡como si pudieran ser enigmáticas! Demasiado tarde, ya había leído lo que ponía en la etiqueta.
Entonces fue cuando lo vi, en la ventana que estaba al otro lado del cuarto, en aquél rincón acogedor de la habitación que hacía servir de cocina y sala de estar. 
Estaba en la repisa, sentado, mirándome fijamente mientras relamía sus bigotes perfectamente simétricos y tocaba con las almohadillas de su pata derecha el cristal, que aún estaba mojado por la lluvia de hacía un rato, translúcido, al vaho de su cuerpo.
Allí estaba, parado, esperando a que tomara una decisión tomada ya hace mucho tiempo, quizá por esa debilidad por los morenos con ojos verdes que siempre he tenido ¿qué le vamos a hacer?

Abrí la ventana, sin pensarlo dos veces, le invité a pasar con la intención de ser mejor como anfitriona que abriendo latas. Dio un salto grácil, pequeño y comedido hasta el suelo de madera. Me miró con intensidad a los ojos como si quisiera decirme algo y me enamoré de él en ese mismo instante. Había perdido aquella batalla y sólo era una de las muchas que le seguirían. 

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